martes, 27 de abril de 2010
Esclavos en tiempos de Evo - Por Santiago O’Donnell
En el Chaco boliviano, cerca de la frontera con Argentina y Paraguay, actualmente viven unas 600 familias guaraníes en condiciones que constituyen formas contemporáneas de esclavitud. Lo dice así, con todas las letras, un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicado esta semana.
Por supuesto que el Chaco boliviano no es el único lugar del mundo, ni de la región, ni siquiera de Bolivia, donde se practica la esclavitud. Según la Organización Internacional del Trabajo, en América latina y el Caribe la incidencia de trabajo forzoso es de 2,5 víctimas por cada mil habitantes. Pero el caso del Chaco boliviano es quizás el más flagrante y alevoso, o simplemente el mejor documentado. Según la comisión, las prácticas esclavistas en esa zona se vienen llevando adelante desde hace más de un siglo, “ante la pasividad de las autoridades regionales e internacionales”.+/- Ver mas...
lunes, 19 de abril de 2010
Café negro - Por Santiago O’Donnell
Bufanda marrón al viento, pelea sin suerte contra el frío y el futuro. Un catarro perruno lo persigue por las cavernosas calles del microcentro de Buenos Aires, rumbo al café de la esquina. Mañana se vuelve a Colombia y ya sabe lo que le espera. Allá, su historia sale en los diarios.
“Cuando vuelva el fiscal general de vacaciones, el 20 de abril, uno de sus primeros actos va a ser, seguramente, acusarme de obstrucción de justicia. Me irán a buscar y tendré que pasar unos días, o unas semanas, o unos meses, en la cárcel.” Lo dice con tono resignado mientras apura el paso por Independencia, hombros encogidos, brazos apretados y manos enterradas en bolsillos de campera.+/- Ver mas...
Después, ya en el bar, aclarada la garganta, el sacerdote jesuita colombiano Javier Giraldo explicará su encrucijada mientras revuelve un café. No tiene apuro. Tampoco, parece, demasiadas dudas.
No usa sotana, pero tiene la voz suave, el hablar pausado y la mirada atenta de un cura. El físico es más bien de un jockey, pero impone presencia con una cara redonda y bronceada enmarcada en anteojos, nariz ancha, frente pelada y su pelo corto y canoso. Defiende sus ideas con pasión, se indigna rápido y le gusta que lo escuchen.
Vino a Argentina para hablar con Adolfo Pérez Esquivel y para hacer un seguimiento del último tribunal penal de los pueblos que presidió el Nobel argentino en Colombia hace dos años. También, o más bien, vino para hablar de la situación en Colombia tras medio siglo de conflicto armado, miles de muertes y millones de desplazados. Trae información nueva que busca encauzar.
Pero su dilema es tan grande que representa a un país. ¿Qué hacer cuando la Justicia no es justa, pero no deja de ser el último recurso?
Giraldo es un histórico líder del movimiento de los derechos humanos de su país. Dice que se cansó de hacer denuncias que terminaron en nada. Que se la pasaba en tribunales respondiendo citaciones mientras los culpables de los crímenes caminaban tranquilos por las calles. Que la justicia en el interior de Colombia la ejercen de facto las fuerzas de seguridad. Que esas fuerzas rutinariamente plantan pruebas y compran testimonios. Que la Corte Suprema y la Corte Constitucional podrán tener fallos acertados, como el que impidió al presidente Alvaro Uribe un tercer término, pero que esas altas instancias no representan a la Colombia real, que los fallos de esos tribunales sólo sirven para llenar los titulares de los periódicos.
Eso no es todo, advierte el sacerdote con el café a medio tomar. Hay más. Hace cinco años un coronel llamado Néstor Iván Diego López lo denunció por calumnias e injurias. Giraldo había dicho que el coronel era un torturador y diversos testigos habían corroborado la denuncia en sede judicial, pero el proceso se dio vuelta como un panqueque. “El coronel les pagó a los testigos para que se desdijeran de sus testimonios y después él me hizo la denuncia a mí. Esta vez yo soy el acusado”, cuenta con amargura.
Entonces, dice, hace dos años decidió que no respondería más citaciones, que no cooperaría más con una Justicia corrompida irremediablemente, que no sería cómplice del sistema. Entonces escribió un documento de cuarenta carillas en el que fundamentó su objeción de conciencia, citando en detalle los casos que denunció que quedaron truncos, y fundamentando su postura en las distinciones que hacían Hans Kelsen y Max Weber entre la ética y la justicia. Para Giraldo, en la Colombia de hoy, esos principios son excluyentes. “Entonces presenté el fundamento de mi objeción de conciencia en el juzgado por el juicio del coronel. Desde entonces cada vez que me citan en algún caso les mando una copia del mismo escrito”, dice ahora divertido, y acepta otro café.
Mientras se lo traen, cuenta que la causa del coronel se abrió y cerró dos veces y que ahora se abrió otra vez el mes pasado. Dice que esta vez la cosa es más seria porque el fiscal general agarró el caso.
Claro, corren tiempos electorales y el padre Giraldo es una figura conocida. Ordenado en Medellín en 1975, educado en la Francia de los ’70, licenciado en Sociales por La Sorbona, tomó contacto con los movimientos de derechos humanos durante sus pasantías de verano en Londres con Amnesty International. Esos estudios y esos contactos lo llevaron a abrazar la causa de la Liga Internacional por los Derechos y la Liberación de los Pueblos. Volvió a Colombia en 1983 y desde entonces trabaja en defensa de campesinos desplazados y abusados desde distintas instituciones religiosas.
A través de los años ha denunciado a numerosos jefes militares, policiales y paramilitares. En 1998 debió exiliarse tras recibir amenazas de muerte. Enviado por su superior, pasó un tiempo en una comunidad jesuita de California y luego otra temporada en La Haya, en otra comunidad de la orden. Allí pudo observar de cerca el funcionamiento del tribunal penal internacional para crímenes en la ex Yugoslavia. “Iba todos los días a ese gran edificio de seis pisos, nuevo, con cientos de empleados. Como recién empezaba iba poca gente, los pasillos y los salones estaban vacíos. Veía las audiencias, usaba la biblioteca, hablaba con los abogados. Quería aprender y llevar esos conocimientos a mi país, pero me decepcioné un poco con la Justicia internacional. Vi cómo la fiscal Carla del Ponte se negaba a investigar los crímenes de la OTAN en Kosovo, que fueron crímenes atroces. Había muchas pruebas, pero ella las ignoró por razones políticas.”
Volvió a Colombia en el 2000 y su trabajo lo acercó a una comuna campesina en Apartadó, cerca de la frontera con Panamá, en territorio dominado por la guerrilla. La comuna, llamada Comunidad de la Paz, se constituyó en 1997, formada por unos 1200 habitantes de la zona con el propósito de evitar ser desplazados por el conflicto armado. Con el apoyo del obispo local, la comunidad declaró su neutralidad entre el ejército y la guerrilla. Pero esa declaración violaba la política de “neutralidad activa” de Uribe, que exige alineamiento con el ejército. Por esa razón, cuenta el padre Giraldo, los miembros de la comunidad fueron brutalmente reprimidos. Las muertes en la comunidad ya suman más de 200 y el caso está en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. También ha recibido una cobertura importante en la prensa colombiana.
Tanto el padre como los miembros de la comunidad suelen ser acusados de apoyar a la guerrilla, pero él sabe que ésa no es la solución. “Desde el punto de vista práctico la guerrilla no tiene ninguna posibilidad de llegar al poder. Ya hay un acuerdo en el mundo de no legitimar a ningún actor armado que llegue al poder en ningún país. Yo he hablado con miembros de las FARC y por supuesto que hay algunos fundamentalistas, pero muchos de ellos saben que no tienen ninguna posibilidad. Pero dicen, `yo prefiero morir diciendo un no rotundo a este sistema’.”
El problema es el sistema, dice Giraldo. “En Colombia todos los fundamentos de la democracia han sido corrompidos: la libertad de prensa, la separación de los poderes, las elecciones libres.”
Encima la presidencia colombiana la ejerce Alvaro Uribe, un nombre que figura con el numero 86 en una lista de la agencia antinarcóticos estadounidense, acusa el cura, citando información conocida. Un presidente que participó junto a miembros de su familia en la creación de estructuras paramilitares en el estado de Antioquía en los años ’90, agrega el religioso, esta vez apelando a pruebas y testimonios que obran en su poder.
Por todo eso el padre Giraldo dice que no cree más en la Justicia y se dispone a pasar una temporada en la cárcel. Pero al mismo tiempo maneja información y recoge testimonios para hacerlos llegar a la Justicia de la cual reniega. No ve una contradicción. Al contrario, está convencido de que no le queda otra.
Por todo eso se vienen días difíciles, para el padre Giraldo y para Colombia. “En este momento no tenemos ninguna posibilidad de cambiar la situación. En Colombia hay formalidades democráticas pero no realidades democráticas”, se fastidia.
El pocillo se vació hace rato y él lo mira, mira su fondo negro y duro. Tose por última vez, se levanta y sale a la calle, donde se despide con un apretón de manos. Sonríe apenas. El viento baila su bufanda y empieza a lloviznar.
No usa sotana, pero tiene la voz suave, el hablar pausado y la mirada atenta de un cura. El físico es más bien de un jockey, pero impone presencia con una cara redonda y bronceada enmarcada en anteojos, nariz ancha, frente pelada y su pelo corto y canoso. Defiende sus ideas con pasión, se indigna rápido y le gusta que lo escuchen.
Vino a Argentina para hablar con Adolfo Pérez Esquivel y para hacer un seguimiento del último tribunal penal de los pueblos que presidió el Nobel argentino en Colombia hace dos años. También, o más bien, vino para hablar de la situación en Colombia tras medio siglo de conflicto armado, miles de muertes y millones de desplazados. Trae información nueva que busca encauzar.
Pero su dilema es tan grande que representa a un país. ¿Qué hacer cuando la Justicia no es justa, pero no deja de ser el último recurso?
Giraldo es un histórico líder del movimiento de los derechos humanos de su país. Dice que se cansó de hacer denuncias que terminaron en nada. Que se la pasaba en tribunales respondiendo citaciones mientras los culpables de los crímenes caminaban tranquilos por las calles. Que la justicia en el interior de Colombia la ejercen de facto las fuerzas de seguridad. Que esas fuerzas rutinariamente plantan pruebas y compran testimonios. Que la Corte Suprema y la Corte Constitucional podrán tener fallos acertados, como el que impidió al presidente Alvaro Uribe un tercer término, pero que esas altas instancias no representan a la Colombia real, que los fallos de esos tribunales sólo sirven para llenar los titulares de los periódicos.
Eso no es todo, advierte el sacerdote con el café a medio tomar. Hay más. Hace cinco años un coronel llamado Néstor Iván Diego López lo denunció por calumnias e injurias. Giraldo había dicho que el coronel era un torturador y diversos testigos habían corroborado la denuncia en sede judicial, pero el proceso se dio vuelta como un panqueque. “El coronel les pagó a los testigos para que se desdijeran de sus testimonios y después él me hizo la denuncia a mí. Esta vez yo soy el acusado”, cuenta con amargura.
Entonces, dice, hace dos años decidió que no respondería más citaciones, que no cooperaría más con una Justicia corrompida irremediablemente, que no sería cómplice del sistema. Entonces escribió un documento de cuarenta carillas en el que fundamentó su objeción de conciencia, citando en detalle los casos que denunció que quedaron truncos, y fundamentando su postura en las distinciones que hacían Hans Kelsen y Max Weber entre la ética y la justicia. Para Giraldo, en la Colombia de hoy, esos principios son excluyentes. “Entonces presenté el fundamento de mi objeción de conciencia en el juzgado por el juicio del coronel. Desde entonces cada vez que me citan en algún caso les mando una copia del mismo escrito”, dice ahora divertido, y acepta otro café.
Mientras se lo traen, cuenta que la causa del coronel se abrió y cerró dos veces y que ahora se abrió otra vez el mes pasado. Dice que esta vez la cosa es más seria porque el fiscal general agarró el caso.
Claro, corren tiempos electorales y el padre Giraldo es una figura conocida. Ordenado en Medellín en 1975, educado en la Francia de los ’70, licenciado en Sociales por La Sorbona, tomó contacto con los movimientos de derechos humanos durante sus pasantías de verano en Londres con Amnesty International. Esos estudios y esos contactos lo llevaron a abrazar la causa de la Liga Internacional por los Derechos y la Liberación de los Pueblos. Volvió a Colombia en 1983 y desde entonces trabaja en defensa de campesinos desplazados y abusados desde distintas instituciones religiosas.
A través de los años ha denunciado a numerosos jefes militares, policiales y paramilitares. En 1998 debió exiliarse tras recibir amenazas de muerte. Enviado por su superior, pasó un tiempo en una comunidad jesuita de California y luego otra temporada en La Haya, en otra comunidad de la orden. Allí pudo observar de cerca el funcionamiento del tribunal penal internacional para crímenes en la ex Yugoslavia. “Iba todos los días a ese gran edificio de seis pisos, nuevo, con cientos de empleados. Como recién empezaba iba poca gente, los pasillos y los salones estaban vacíos. Veía las audiencias, usaba la biblioteca, hablaba con los abogados. Quería aprender y llevar esos conocimientos a mi país, pero me decepcioné un poco con la Justicia internacional. Vi cómo la fiscal Carla del Ponte se negaba a investigar los crímenes de la OTAN en Kosovo, que fueron crímenes atroces. Había muchas pruebas, pero ella las ignoró por razones políticas.”
Volvió a Colombia en el 2000 y su trabajo lo acercó a una comuna campesina en Apartadó, cerca de la frontera con Panamá, en territorio dominado por la guerrilla. La comuna, llamada Comunidad de la Paz, se constituyó en 1997, formada por unos 1200 habitantes de la zona con el propósito de evitar ser desplazados por el conflicto armado. Con el apoyo del obispo local, la comunidad declaró su neutralidad entre el ejército y la guerrilla. Pero esa declaración violaba la política de “neutralidad activa” de Uribe, que exige alineamiento con el ejército. Por esa razón, cuenta el padre Giraldo, los miembros de la comunidad fueron brutalmente reprimidos. Las muertes en la comunidad ya suman más de 200 y el caso está en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. También ha recibido una cobertura importante en la prensa colombiana.
Tanto el padre como los miembros de la comunidad suelen ser acusados de apoyar a la guerrilla, pero él sabe que ésa no es la solución. “Desde el punto de vista práctico la guerrilla no tiene ninguna posibilidad de llegar al poder. Ya hay un acuerdo en el mundo de no legitimar a ningún actor armado que llegue al poder en ningún país. Yo he hablado con miembros de las FARC y por supuesto que hay algunos fundamentalistas, pero muchos de ellos saben que no tienen ninguna posibilidad. Pero dicen, `yo prefiero morir diciendo un no rotundo a este sistema’.”
El problema es el sistema, dice Giraldo. “En Colombia todos los fundamentos de la democracia han sido corrompidos: la libertad de prensa, la separación de los poderes, las elecciones libres.”
Encima la presidencia colombiana la ejerce Alvaro Uribe, un nombre que figura con el numero 86 en una lista de la agencia antinarcóticos estadounidense, acusa el cura, citando información conocida. Un presidente que participó junto a miembros de su familia en la creación de estructuras paramilitares en el estado de Antioquía en los años ’90, agrega el religioso, esta vez apelando a pruebas y testimonios que obran en su poder.
Por todo eso el padre Giraldo dice que no cree más en la Justicia y se dispone a pasar una temporada en la cárcel. Pero al mismo tiempo maneja información y recoge testimonios para hacerlos llegar a la Justicia de la cual reniega. No ve una contradicción. Al contrario, está convencido de que no le queda otra.
Por todo eso se vienen días difíciles, para el padre Giraldo y para Colombia. “En este momento no tenemos ninguna posibilidad de cambiar la situación. En Colombia hay formalidades democráticas pero no realidades democráticas”, se fastidia.
El pocillo se vació hace rato y él lo mira, mira su fondo negro y duro. Tose por última vez, se levanta y sale a la calle, donde se despide con un apretón de manos. Sonríe apenas. El viento baila su bufanda y empieza a lloviznar.
Publicado en Página/12 el 18 de abril de 2010
Imagen: Guadalupe Lombardo
Imagen: Guadalupe Lombardo
miércoles, 14 de abril de 2010
Apuesta nuclear - Por Santiago O’Donnell
La cumbre nuclear que arranca hoy en Washington es una apuesta arriesgada que pone a prueba el liderazgo mundial de su anfitrión Barack Obama. El marco será grandioso, acorde con la ocasión. Cuarenta y pico jefes de Estado, incluyendo a todos los más importantes. Semejante desfile no se ve en Washington desde hace varias décadas. Están ahí por una razón. El año pasado Obama había dicho en Praga que soñaba con un futuro sin armas nucleares. Y que Estados Unidos, por ser el único país que había usado armas nucleares, tenía la responsabilidad histórica de liderar ese cambio, responsabilidad que él como presidente estaba dispuesto a asumir. Ahora los convoca para poner en práctica esa visión.+/- Ver mas...
El mensaje es simple. Hay que cambiar porque el mundo cambió. La principal amenaza nuclear ya no es una guerra entre las superpotencias sino la transferencia de tecnología para fabricar armas nucleares a grupos terroristas o Estados rebeldes.
Entonces la propuesta consiste en ponerse de acuerdo en una serie de medidas para impedir esas transferencias. Claro que eso implica blanquear los arsenales nucleares y los stocks de uranio altamente enriquecido y someterlos al escrutinio internacional.
Para que no haya malos entendidos, aclara que la cumbre sólo se ocupará de seguridad nuclear, excluyendo específicamente otros temas relacionados, como el desarme y el uso de energía nuclear con fines pacíficos.
Obama calcula que hay suficientes razones para un acuerdo. Todos los países con arsenales nucleares han sufrido ataques terroristas en su territorio mientras la doctrina de Destrucción Mutua Asegurada prevenía ataques nucleares entre países. Para darle un marco más universal, Obama convocó a un importante grupo de países que desarrollan energía atómica con fines pacíficos, como Argentina. Y como la caridad bien entendida empieza por casa, en la semana previa a la cumbre hizo dos anuncios para reflejar el compromiso de Estados Unidos con la reducción de los arsenales nucleares.
Primero anunció un plan nuclear para reemplazar el que George W. Bush había anunciado cuatro meses después del 11/9. De acuerdo con el plan Estados Unidos se comprometía a no atacar con armas nucleares a países que no las tuvieran. También estableció que el objetivo principal de las armas nucleares era defenderse contra la amenaza de un ataque nuclear. Bush había establecido un uso más liberal del armamento nuclear y había identificado más amenazas que requerían la presencia del arsenal atómico.
El plan de Obama recibió ataques de la izquierda y la derecha. Por un lado se le criticó no haber ido más lejos y comprometerse a nunca usar armas nucleares primero y haber dicho que repeler era el objetivo “principal” en vez del “excluyente”. Por el otro lado, se le criticó sacar la opción nuclear ante un ataque químico, bacteriológico o cibernético de gran escala, aunque Obama había dejado abierta una excepción en caso de “ataque masivo”. Eso sí, el presidente estadounidense se encargó de agregarle un par de cláusulas a su plan dirigidas específicamente a Irán y Corea del Norte. Por eso el documento aclara que la doctrina sólo es aplicable a los países que forman parte del Tratado de No Proliferación Nuclear y a los que no violan sus normas. Y resulta que Corea del Norte se salió del tratado, mientras que Irán esta en violación de sus normas, según la agencia nuclear de Naciones Unidas.
El otro anuncio fue el acuerdo alcanzado con Rusia para reducir el arsenal nuclear en un 70 por ciento. Ambos países mantienen la capacidad para destruirse varias veces, pero el convenio le da continuidad a una política de desarme progresivo que ya lleva décadas.
Con el tratado de desarme y el plan nuclear Obama espera ganarse el apoyo que necesita para acordar el sistema de seguridad internacional que plantea como primer paso hacia el mundo con el que dice soñar. Pero la apuesta del presidente estadounidense no deja de ser arriesgada. Para empezar, cualquier control internacional implica la cesión de cierto grado de soberanía. Ese punto suele ser sensible en cualquier negociación sobre material radiactivo. Israel, Pakistán e India tienen armas nucleares pero no han firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear.
El tratado, además, incorporó un Protocolo Adicional que permite, entre otros controles, visitas sorpresa de los inspectores de la agencia nuclear de la ONU. Ni Estados Unidos ni Rusia, dueños de más del 90 por ciento de las cabezas nucleares, han firmado el Protocolo Adicional. Tampoco Brasil o Argentina, pero sí lo firmaron más de cincuenta países, muchos de los cuales estarán representados en la cumbre.
Las tensiones ya empezaron a aflorar. Egipto y Turquía hicieron saber a través de sus cancillerías que aprovecharán la cumbre para preguntar por las doscientas cabezas nucleares que se niega a blanquear Israel. Tel Aviv contestó con el anuncio de que su premier, Benjamin Netanyahu, no asistirá.
Obama apuesta a superar estos escollos con el aura de esa cualidad intangible que sus colaboradores describen como su visión. Esto es, Obama fue elegido para hacer historia y no precisamente para emparchar la economía o dirimir rencillas raciales en su país. Fue elegido para hacer un trabajo más grande, más universal. Para llevar adelante su visión, una visión que empieza con el sueño de un mundo sin armas nucleares.
En los últimos meses la popularidad de Obama había sufrido una merma, fruto de una larga y desgastante batalla política para reformar el sistema de salud. Obama parecía un político más. La gente le reclamaba, y le sigue reclamando, que se ocupe de la economía. Pero él apuesta a otra cosa. Debe ser porque cree que hay límites para lo que el Estado puede hacer en materia económica. Que hay que intervenir, pero no todo el tiempo. Está bien: el desempleo no baja y la gente está enojada. Pero un líder debe saber mirar más allá. El desempleo no baja pero tampoco sube y la economía está creciendo bien y los expertos dicen que sólo es cuestión de tiempo. Para recuperar la popularidad perdida, esa herramienta indispensable para cualquier transformación, lo que hace falta es menos política doméstica y más visión. Lo que por estos pagos se conoce como mística. Entonces agarra el teléfono y llama al presidente chino y lo convence a Hu Jin Tao de que no falte a la cumbre. Y se va a Praga a firmar el tratado con Rusia y después se reúne con los europeos del Este para asegurarles que no los va a abandonar. Y le dice al mundo que no va a usar armas nucleares contra países sin ellas y después los invita a Washington para unirse al club nuclear en una cruzada antiterrorista.
Ahora empieza la cumbre y Obama vuelve a subir la apuesta. Vende su visión, la idea romántica de un mundo sin “nukes”, como se dice allá, para imponer su plan. O sea, aislar a Irán y Corea del Norte e impedir cualquier desarrollo atómico por fuera de un estricto control de Naciones Unidas. Si consigue todo eso, Obama va derecho al bronce. No lo hará más popular de la noche a la mañana, pero sumará y mucho a la hora de contar.
Pero si la jugada le sale mal, Obama quedará como un vendedor de humo, un soñador frustrado o, peor, un cínico que se pavonea en el escenario internacional para escaparles a sus obligaciones domésticas.
Las apuestas fuertes son así, a todo o nada. Ante la amenaza concreta y creciente de un ataque con armas nucleares en el futuro cercano, con la dispersión de las armas entre un creciente club de propietarios, con la multipicidad, el desarrollo y el poder de devastación que han adquirido esas armas desde que fueron usadas por única vez en 1945, lo que está en juego, en última instancia, es la supervivencia misma de la especie humana.
Entonces la propuesta consiste en ponerse de acuerdo en una serie de medidas para impedir esas transferencias. Claro que eso implica blanquear los arsenales nucleares y los stocks de uranio altamente enriquecido y someterlos al escrutinio internacional.
Para que no haya malos entendidos, aclara que la cumbre sólo se ocupará de seguridad nuclear, excluyendo específicamente otros temas relacionados, como el desarme y el uso de energía nuclear con fines pacíficos.
Obama calcula que hay suficientes razones para un acuerdo. Todos los países con arsenales nucleares han sufrido ataques terroristas en su territorio mientras la doctrina de Destrucción Mutua Asegurada prevenía ataques nucleares entre países. Para darle un marco más universal, Obama convocó a un importante grupo de países que desarrollan energía atómica con fines pacíficos, como Argentina. Y como la caridad bien entendida empieza por casa, en la semana previa a la cumbre hizo dos anuncios para reflejar el compromiso de Estados Unidos con la reducción de los arsenales nucleares.
Primero anunció un plan nuclear para reemplazar el que George W. Bush había anunciado cuatro meses después del 11/9. De acuerdo con el plan Estados Unidos se comprometía a no atacar con armas nucleares a países que no las tuvieran. También estableció que el objetivo principal de las armas nucleares era defenderse contra la amenaza de un ataque nuclear. Bush había establecido un uso más liberal del armamento nuclear y había identificado más amenazas que requerían la presencia del arsenal atómico.
El plan de Obama recibió ataques de la izquierda y la derecha. Por un lado se le criticó no haber ido más lejos y comprometerse a nunca usar armas nucleares primero y haber dicho que repeler era el objetivo “principal” en vez del “excluyente”. Por el otro lado, se le criticó sacar la opción nuclear ante un ataque químico, bacteriológico o cibernético de gran escala, aunque Obama había dejado abierta una excepción en caso de “ataque masivo”. Eso sí, el presidente estadounidense se encargó de agregarle un par de cláusulas a su plan dirigidas específicamente a Irán y Corea del Norte. Por eso el documento aclara que la doctrina sólo es aplicable a los países que forman parte del Tratado de No Proliferación Nuclear y a los que no violan sus normas. Y resulta que Corea del Norte se salió del tratado, mientras que Irán esta en violación de sus normas, según la agencia nuclear de Naciones Unidas.
El otro anuncio fue el acuerdo alcanzado con Rusia para reducir el arsenal nuclear en un 70 por ciento. Ambos países mantienen la capacidad para destruirse varias veces, pero el convenio le da continuidad a una política de desarme progresivo que ya lleva décadas.
Con el tratado de desarme y el plan nuclear Obama espera ganarse el apoyo que necesita para acordar el sistema de seguridad internacional que plantea como primer paso hacia el mundo con el que dice soñar. Pero la apuesta del presidente estadounidense no deja de ser arriesgada. Para empezar, cualquier control internacional implica la cesión de cierto grado de soberanía. Ese punto suele ser sensible en cualquier negociación sobre material radiactivo. Israel, Pakistán e India tienen armas nucleares pero no han firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear.
El tratado, además, incorporó un Protocolo Adicional que permite, entre otros controles, visitas sorpresa de los inspectores de la agencia nuclear de la ONU. Ni Estados Unidos ni Rusia, dueños de más del 90 por ciento de las cabezas nucleares, han firmado el Protocolo Adicional. Tampoco Brasil o Argentina, pero sí lo firmaron más de cincuenta países, muchos de los cuales estarán representados en la cumbre.
Las tensiones ya empezaron a aflorar. Egipto y Turquía hicieron saber a través de sus cancillerías que aprovecharán la cumbre para preguntar por las doscientas cabezas nucleares que se niega a blanquear Israel. Tel Aviv contestó con el anuncio de que su premier, Benjamin Netanyahu, no asistirá.
Obama apuesta a superar estos escollos con el aura de esa cualidad intangible que sus colaboradores describen como su visión. Esto es, Obama fue elegido para hacer historia y no precisamente para emparchar la economía o dirimir rencillas raciales en su país. Fue elegido para hacer un trabajo más grande, más universal. Para llevar adelante su visión, una visión que empieza con el sueño de un mundo sin armas nucleares.
En los últimos meses la popularidad de Obama había sufrido una merma, fruto de una larga y desgastante batalla política para reformar el sistema de salud. Obama parecía un político más. La gente le reclamaba, y le sigue reclamando, que se ocupe de la economía. Pero él apuesta a otra cosa. Debe ser porque cree que hay límites para lo que el Estado puede hacer en materia económica. Que hay que intervenir, pero no todo el tiempo. Está bien: el desempleo no baja y la gente está enojada. Pero un líder debe saber mirar más allá. El desempleo no baja pero tampoco sube y la economía está creciendo bien y los expertos dicen que sólo es cuestión de tiempo. Para recuperar la popularidad perdida, esa herramienta indispensable para cualquier transformación, lo que hace falta es menos política doméstica y más visión. Lo que por estos pagos se conoce como mística. Entonces agarra el teléfono y llama al presidente chino y lo convence a Hu Jin Tao de que no falte a la cumbre. Y se va a Praga a firmar el tratado con Rusia y después se reúne con los europeos del Este para asegurarles que no los va a abandonar. Y le dice al mundo que no va a usar armas nucleares contra países sin ellas y después los invita a Washington para unirse al club nuclear en una cruzada antiterrorista.
Ahora empieza la cumbre y Obama vuelve a subir la apuesta. Vende su visión, la idea romántica de un mundo sin “nukes”, como se dice allá, para imponer su plan. O sea, aislar a Irán y Corea del Norte e impedir cualquier desarrollo atómico por fuera de un estricto control de Naciones Unidas. Si consigue todo eso, Obama va derecho al bronce. No lo hará más popular de la noche a la mañana, pero sumará y mucho a la hora de contar.
Pero si la jugada le sale mal, Obama quedará como un vendedor de humo, un soñador frustrado o, peor, un cínico que se pavonea en el escenario internacional para escaparles a sus obligaciones domésticas.
Las apuestas fuertes son así, a todo o nada. Ante la amenaza concreta y creciente de un ataque con armas nucleares en el futuro cercano, con la dispersión de las armas entre un creciente club de propietarios, con la multipicidad, el desarrollo y el poder de devastación que han adquirido esas armas desde que fueron usadas por única vez en 1945, lo que está en juego, en última instancia, es la supervivencia misma de la especie humana.
Publicado en Página/12 el 11 de abril de 2010
jueves, 8 de abril de 2010
Resignación - Por Santiago O’Donnell
Primero vino el horror. Esa foto de la estación de subte Park Kultury de Moscú con cadáveres desmembrados en la puerta de un vagón. El mismo escenario, horas después, cubierto de flores, velas y caras tristes.+/- Ver mas...
Después vino el miedo. La inseguridad. La sensación de que algo había cambiado en esa inmensa, moderna y cosmopolita ciudad que es Moscú, y en ese inmenso, orgulloso y ascendente país que es Rusia. Un país que es potencia mundial, segundo exportador de petróleo detrás de Arabia Saudita y primero de gas natural, del cual depende gran parte de Europa para pasar el invierno. Un país que vivió el colapso y desmembramiento de la Unión Soviética como un trauma y recuerda la década de los ’90, la de la transición democrática, como una de sus peores, un cóctel de libremercadismo, burocracia estatal y corrupción que lo dejó arrodillado ante Occidente, con jubilaciones irrisorias que no siempre se pagaban, con un presidente con fama de borracho como Boris Yeltsin como símbolo de su patética debilidad. Tan patética como sobreactuada. En 1994, para demostrarle al Kremlin y al mundo que el oso ruso había despertado, Yeltsin mandó al ejército ruso a invadir Chechenia, una república en los Cáucasos de mayoría islámica que había declarado su independencia el año anterior. Ese ejército entrenado para combatir tropas de la OTAN entró con sus tanques a Grozny, la capital chechena, y la destruyó. Más de 60.000 personas, casi todos civiles, murieron durante la invasión y miles más perdieron sus casas y se desperdigaron por toda la federación rusa. Prácticamente no quedó nada. Mejor dicho, quedó la insurgencia y la sed de venganza y dos años más tarde las tropas rusas se retiraban derrotadas y humilladas. Ahora el nuevo líder de la resistencia chechena, heredero de esas luchas, dice que él mandó a volar las estaciones de subte en Moscú, nervios de un sistema que es el orgullo nacional en Rusia, como las Torres Gemelas eran orgullo nacional en Estados Unidos.
Después vino el enojo. Todavía no habían enterrado a las víctimas cuando Vladimir Putin, el hombre fuerte de Rusia, apareció en la televisión. Se lo veía lívido, casi desencajado. Dijo que iba a sacar a los terroristas de las cloacas, que iba a aniquilarlos, que iba a exterminarlos. En 1999, cuando era primer ministro, Putin mandó al ejército ruso de vuelta a Chechenia, para terminar el trabajo que Yeltsin había dejado inconcluso. Meses después Putin asumía la presidencia rusa con la promesa de limpiar Chechenia de terroristas. Tras dos años más de tanques y bombardeos, en 2002 Putin pactó una tregua con el líder separatista Akhmad Kadyrov, quien al año siguiente fue elegido presidente de Chechenia. En 2004 una bomba mató a Akhmad Kadyrov. En 2006 asumió la presidencia chechena su hijo, Ramzan Kadyrov, un notorio violador de derechos humanos al servicio del Kremlin que lanzó escuadrones de la muerte de la policía secreta rusa contra los insurgentes y sus familiares. Según Human Rights Watch, desde 2002 unos 5000 chechenos, en su mayoría jóvenes, fueron “desaparecidos” por las fuerzas de seguridad rusas y chechenas. A poco de asumir Akhmad Kadyrov, Putin proclamó orgulloso que había terminado con el terrorismo y replegó sus tropas del Cáucaso. “Recibimos la noticia con satisfacción —le contestó el presidente checheno—. Chechenia es hoy un territorio pacífico y en desarrollo. La cancelación de la operación antiterrorista sólo servirá para promover el crecimiento económico en la república.” Pero la guerra no había terminado. Había mutado. Ya no era tan sólo un conflicto separatista. Aunque nunca se comprobaron los vínculos con la red Al Qaida, los grupos islamistas del Cáucaso habían adoptado el lenguaje, la ideología y las tácticas de los yihadistas de Medio Oriente y Afganistán. Así empezó el reclutamiento de “viudas negras” para llevar adelante atentados suicidas. Mientras Putin comparaba a los terroristas chechenos con los seguidores de Bin Laden, toda Rusia empezó a llamarlos el Emirato. En los últimos años el Emirato había trasladado sus operaciones a las vecinas Igusetia, Daguestán y zonas aledañas, en vez de dar pelea franca en Chechenia o llevarla a Moscú. Algo parecido había hecho Al Qaida en la península arábiga, cuando trasladó sus operaciones al caótico Yemen para escaparle al estado policial de Arabia Saudita. Todo terrorismo es brutal, pero el salvajismo del Emirato es legendario. En septiembre de 2004, un comando del Emirato asaltó una escuela de Beslan, en Osetia del Norte. Tomó 1500 rehenes y empezó a tirar cadáveres por la ventana hasta que las fuerzas de seguridad retomaron el edificio a sangre y fuego. La batalla dejó un saldo de más de 300 muertos, incluyendo 171 niños, casi todos baleados por la espalda mientras intentaban huir. Al día siguiente, cuando un grupo de periodistas occidentales le preguntó a Putin si no había llegado la hora de negociar con los separatistas chechenos, el hombre fuerte de Rusia respondió con sarcasmo: “¿Y por qué no se reúnen con Bin Laden? Invítenlo a Bruselas o a la Casa Blanca, abran negociaciones, pregúntenle qué quiere y dénselo así los deja en paz”.
Después vino la negación. En Moscú se vivía una falsa sensación de seguridad porque habían pasado seis años desde el último atentado. Putin aseguraba que el terrorismo se había terminado y la red federal de televisión es la principal fuente de información para millones de moscovitas. Bajo un férreo control del Kremlin, sus programas evitaban reflejar lo que estaba pasando en el Cáucaso. Pero desde 2009 hubo al menos 15 atentados suicidas en el sur de Rusia, según estimó The New York Times. El último verano ruso fue de los más violentos que se recuerden en la zona del conflicto. En agosto pasado un camión-bomba se estrelló contra una comisaría en Igusetia, matando a veinte personas e hiriendo a 138. Después de las víctimas, el principal perjudicado fue Yunus-Bek Yevkurov, el presidente, populista, de ese país, que había sido elegido el año anterior con una plataforma de negociación con las fuerzas separatistas. Yekurov había sido herido en un ataque al convoy en que viajaba en junio del año pasado y ya había perdido a un par de ministros en ataques terroristas desde su asunción cuando ocurrió lo del camión-bomba. Pero el Kremlin no fue compasivo. “Sugiero que esto no es sólo el resultado de problemas relacionados con el terrorismo, sino que también es el resultado de un trabajo insatisfactorio de las agencias de seguridad en la república”, dijo en un comunicado el presidente Dimitri Medvedev, el delfín de Putin, para concluir: “Este ataque terrorista pudo haberse prevenido”. Debilitado, Yekurov debió aceptar que su brutal colega checheno mande a sus comandantes a Igusetia para llevar adelante acciones contraterroristas. Pero no sólo había fracasado la postura dialoguista de Yekurov en Igusetia. El terrorismo de Estado del carnicero Kadyrov tampoco había funcionado en Chechenia. Además de convertirse en una fábrica de terroristas para Igusetia y Daguistán, Kadyrov ni siquiera conseguía pacificar a su propia república. Una semana después de la voladura del camión en Igusetia, cuatro altos jefes policiales morían en un ataque suicida en Grozny. Todo eso pasó el verano boreal pasado. Ahora empieza otro verano, otra temporada de terrorismo que arranca con un atentado en Moscú, como viene sucediendo periódicamente desde la invasión de Yeltsin. En los últimos veinte años terroristas chechenos destruyeron edificios enteros, tomaron un teatro lleno de rehenes y mataron a políticos y policías en la capital rusa. En 2004 dos mujeres chechenas se habían inmolado en el subte de Moscú, matando a cincuenta personas. Esta semana una adolescente de Daguestán de diecisiete años y una joven de veinte, también del Cáucaso norte, repitieron el logro. Según anticipó el líder del Emirato de los Cáucasos al adjudicarse los últimos atentados, va a ser un verano movido. Putin contestó que iba a destruir a los terroristas, repitiendo casi palabra por palabra lo que prometió en 1999 cuando llegó a la presidencia. Pero esta vez sus palabras sonaron huecas.
Después vino la resignación. Putin sigue siendo por lejos el político más popular de su país. Un duro, un orgullo. En Rusia hay muñequitos Putin, personajes de historieta Putin, hasta escarbadientes marca Putin hay. Los jueces le responden. Maneja la Legislatura como si fuera la Duna soviética. Medvedev le cuida la presidencia hasta la próxima elección, y sólo está donde está porque Putin no podía presentarse. Los empresarios que lo enfrentaron están muertos, presos o exiliados. La oposición no junta más de 200 personas cuando consigue permiso para reunirse, y cuando se juntan deben soportar los insultos y las escupidas de los cuadros juveniles pro-Kremlin que armó Putin para hostigarlos. Putin se formó en la KGB, sus principales colaboradores provienen de la agencia de espionaje soviética y hoy esa élite controla a la policía secreta FSB, que es una de las instituciones más importantes de Rusia, cumpliendo funciones parecidas a las de la KGB en los tiempos soviéticos. El terrorismo es enemigo de la democracia. En cambio, a los dictadores y a los líderes autoritarios les calza muy bien. En el 2004, después de una serie de atentados, Putin aprovechó para eliminar por decreto las elecciones para gobernadores regionales, y desde entonces los designa el Kremlin. Con los atentados del subte de esta semana largó la campaña para reinstalar la pena de muerte en Rusia. Con el 9/11 llegaron los secuestros, las torturas y las cárceles secretas de Bush. En Colombia, cada vez que aparecen las FARC, ya sea para atacar, ya sea para devolver rehenes, se fortalecen Uribe y su política de mano dura, y se debilita la oposición democrática. Israel responde a los cohetes lanzados desde Gaza con bombardeos masivos. Cuando mueren civiles al voleo, no importa la causa, los gobernantes blandos se vuelven duros y los duros echan mano al terrorismo de Estado. Pasó acá, pasa allá, sigue pasando en todo el mundo. Entonces el horror se convierte en miedo, y el miedo en enojo, y el enojo en negación, y la negación en resignación.
Después vino el enojo. Todavía no habían enterrado a las víctimas cuando Vladimir Putin, el hombre fuerte de Rusia, apareció en la televisión. Se lo veía lívido, casi desencajado. Dijo que iba a sacar a los terroristas de las cloacas, que iba a aniquilarlos, que iba a exterminarlos. En 1999, cuando era primer ministro, Putin mandó al ejército ruso de vuelta a Chechenia, para terminar el trabajo que Yeltsin había dejado inconcluso. Meses después Putin asumía la presidencia rusa con la promesa de limpiar Chechenia de terroristas. Tras dos años más de tanques y bombardeos, en 2002 Putin pactó una tregua con el líder separatista Akhmad Kadyrov, quien al año siguiente fue elegido presidente de Chechenia. En 2004 una bomba mató a Akhmad Kadyrov. En 2006 asumió la presidencia chechena su hijo, Ramzan Kadyrov, un notorio violador de derechos humanos al servicio del Kremlin que lanzó escuadrones de la muerte de la policía secreta rusa contra los insurgentes y sus familiares. Según Human Rights Watch, desde 2002 unos 5000 chechenos, en su mayoría jóvenes, fueron “desaparecidos” por las fuerzas de seguridad rusas y chechenas. A poco de asumir Akhmad Kadyrov, Putin proclamó orgulloso que había terminado con el terrorismo y replegó sus tropas del Cáucaso. “Recibimos la noticia con satisfacción —le contestó el presidente checheno—. Chechenia es hoy un territorio pacífico y en desarrollo. La cancelación de la operación antiterrorista sólo servirá para promover el crecimiento económico en la república.” Pero la guerra no había terminado. Había mutado. Ya no era tan sólo un conflicto separatista. Aunque nunca se comprobaron los vínculos con la red Al Qaida, los grupos islamistas del Cáucaso habían adoptado el lenguaje, la ideología y las tácticas de los yihadistas de Medio Oriente y Afganistán. Así empezó el reclutamiento de “viudas negras” para llevar adelante atentados suicidas. Mientras Putin comparaba a los terroristas chechenos con los seguidores de Bin Laden, toda Rusia empezó a llamarlos el Emirato. En los últimos años el Emirato había trasladado sus operaciones a las vecinas Igusetia, Daguestán y zonas aledañas, en vez de dar pelea franca en Chechenia o llevarla a Moscú. Algo parecido había hecho Al Qaida en la península arábiga, cuando trasladó sus operaciones al caótico Yemen para escaparle al estado policial de Arabia Saudita. Todo terrorismo es brutal, pero el salvajismo del Emirato es legendario. En septiembre de 2004, un comando del Emirato asaltó una escuela de Beslan, en Osetia del Norte. Tomó 1500 rehenes y empezó a tirar cadáveres por la ventana hasta que las fuerzas de seguridad retomaron el edificio a sangre y fuego. La batalla dejó un saldo de más de 300 muertos, incluyendo 171 niños, casi todos baleados por la espalda mientras intentaban huir. Al día siguiente, cuando un grupo de periodistas occidentales le preguntó a Putin si no había llegado la hora de negociar con los separatistas chechenos, el hombre fuerte de Rusia respondió con sarcasmo: “¿Y por qué no se reúnen con Bin Laden? Invítenlo a Bruselas o a la Casa Blanca, abran negociaciones, pregúntenle qué quiere y dénselo así los deja en paz”.
Después vino la negación. En Moscú se vivía una falsa sensación de seguridad porque habían pasado seis años desde el último atentado. Putin aseguraba que el terrorismo se había terminado y la red federal de televisión es la principal fuente de información para millones de moscovitas. Bajo un férreo control del Kremlin, sus programas evitaban reflejar lo que estaba pasando en el Cáucaso. Pero desde 2009 hubo al menos 15 atentados suicidas en el sur de Rusia, según estimó The New York Times. El último verano ruso fue de los más violentos que se recuerden en la zona del conflicto. En agosto pasado un camión-bomba se estrelló contra una comisaría en Igusetia, matando a veinte personas e hiriendo a 138. Después de las víctimas, el principal perjudicado fue Yunus-Bek Yevkurov, el presidente, populista, de ese país, que había sido elegido el año anterior con una plataforma de negociación con las fuerzas separatistas. Yekurov había sido herido en un ataque al convoy en que viajaba en junio del año pasado y ya había perdido a un par de ministros en ataques terroristas desde su asunción cuando ocurrió lo del camión-bomba. Pero el Kremlin no fue compasivo. “Sugiero que esto no es sólo el resultado de problemas relacionados con el terrorismo, sino que también es el resultado de un trabajo insatisfactorio de las agencias de seguridad en la república”, dijo en un comunicado el presidente Dimitri Medvedev, el delfín de Putin, para concluir: “Este ataque terrorista pudo haberse prevenido”. Debilitado, Yekurov debió aceptar que su brutal colega checheno mande a sus comandantes a Igusetia para llevar adelante acciones contraterroristas. Pero no sólo había fracasado la postura dialoguista de Yekurov en Igusetia. El terrorismo de Estado del carnicero Kadyrov tampoco había funcionado en Chechenia. Además de convertirse en una fábrica de terroristas para Igusetia y Daguistán, Kadyrov ni siquiera conseguía pacificar a su propia república. Una semana después de la voladura del camión en Igusetia, cuatro altos jefes policiales morían en un ataque suicida en Grozny. Todo eso pasó el verano boreal pasado. Ahora empieza otro verano, otra temporada de terrorismo que arranca con un atentado en Moscú, como viene sucediendo periódicamente desde la invasión de Yeltsin. En los últimos veinte años terroristas chechenos destruyeron edificios enteros, tomaron un teatro lleno de rehenes y mataron a políticos y policías en la capital rusa. En 2004 dos mujeres chechenas se habían inmolado en el subte de Moscú, matando a cincuenta personas. Esta semana una adolescente de Daguestán de diecisiete años y una joven de veinte, también del Cáucaso norte, repitieron el logro. Según anticipó el líder del Emirato de los Cáucasos al adjudicarse los últimos atentados, va a ser un verano movido. Putin contestó que iba a destruir a los terroristas, repitiendo casi palabra por palabra lo que prometió en 1999 cuando llegó a la presidencia. Pero esta vez sus palabras sonaron huecas.
Después vino la resignación. Putin sigue siendo por lejos el político más popular de su país. Un duro, un orgullo. En Rusia hay muñequitos Putin, personajes de historieta Putin, hasta escarbadientes marca Putin hay. Los jueces le responden. Maneja la Legislatura como si fuera la Duna soviética. Medvedev le cuida la presidencia hasta la próxima elección, y sólo está donde está porque Putin no podía presentarse. Los empresarios que lo enfrentaron están muertos, presos o exiliados. La oposición no junta más de 200 personas cuando consigue permiso para reunirse, y cuando se juntan deben soportar los insultos y las escupidas de los cuadros juveniles pro-Kremlin que armó Putin para hostigarlos. Putin se formó en la KGB, sus principales colaboradores provienen de la agencia de espionaje soviética y hoy esa élite controla a la policía secreta FSB, que es una de las instituciones más importantes de Rusia, cumpliendo funciones parecidas a las de la KGB en los tiempos soviéticos. El terrorismo es enemigo de la democracia. En cambio, a los dictadores y a los líderes autoritarios les calza muy bien. En el 2004, después de una serie de atentados, Putin aprovechó para eliminar por decreto las elecciones para gobernadores regionales, y desde entonces los designa el Kremlin. Con los atentados del subte de esta semana largó la campaña para reinstalar la pena de muerte en Rusia. Con el 9/11 llegaron los secuestros, las torturas y las cárceles secretas de Bush. En Colombia, cada vez que aparecen las FARC, ya sea para atacar, ya sea para devolver rehenes, se fortalecen Uribe y su política de mano dura, y se debilita la oposición democrática. Israel responde a los cohetes lanzados desde Gaza con bombardeos masivos. Cuando mueren civiles al voleo, no importa la causa, los gobernantes blandos se vuelven duros y los duros echan mano al terrorismo de Estado. Pasó acá, pasa allá, sigue pasando en todo el mundo. Entonces el horror se convierte en miedo, y el miedo en enojo, y el enojo en negación, y la negación en resignación.
Publicdo en Página/12 el 4 de abri de 2010
Imagen: EFE
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Ese gobierno no ha podido erradicar la esclavitud en su propio país, ni generar las condiciones para que el pueblo guaraní del Chaco boliviano pueda subsistir dignamente. Y no es que no lo haya intentado.
El informe de la CIDH detalla la batería de iniciativas que adoptó el gobierno de Morales en favor de los guaraníes chaqueños, pero también cómo distintos factores y actores conspiran en contra de esas medidas hasta tornarlas poco menos que inútiles –y en algunos casos hasta contraproducentes– para los intereses de sus supuestos beneficiarios.
Por decirlo mal y pronto, los enclaves esclavistas están situados en territorio controlado por la oposición. Por esa razón, el interés de los latifundistas por mantener el statu quo se mimetiza con el reclamo autonomista que la oposición utiliza para obstaculizar las reformas del gobierno.
Embanderados en la causa opositora, los hacendados resisten por la fuerza cualquier intento del gobierno por comprobar los abusos in situ y por redistribuir tierras en favor de los guaraníes. La situación se complica porque esos hacendados además forman parte de la elite política que gobierna la región. Como la presencia del Estado boliviano en el Chaco es casi nula, son esos hacendados quienes controlan la administración de la justicia y de la seguridad.
La comisión pudo constatar que ese control se extiende a la circulación de los habitantes de la región, ya que la mayoría de los caminos están atravesados por tranqueras con cadena y candado, porque los hacendados los reclaman como propios.
Y a todo esto se suma el factor racial. Los esclavos son todos guaraníes y sus patrones son todos blancos. Esto, en un país que acaba de sancionar una Constitución plurinacional que reconoce la autonomía de los pueblos originarios.
Según la CIDH, las prácticas esclavistas en el Chaco fueron alentadas durante décadas por el Estado boliviano, que despojó a los habitantes originarios de sus tierras para entregárselas a grandes latifundistas. La reforma agraria de la década del ‘50, que transformó al resto del país, pasó casi inadvertida en el Chaco, donde la elite local consiguió preservar todos sus privilegios.
“Efectivamente, dicha reforma en algunos aspectos fortaleció el poder económico y político de los hacendados del Chaco, los cuales tenían fuertes vínculos con el partido del gobierno”, dice el informe. “Los guaraníes fueron forzados a someterse a las condiciones impuestas porque no tenían acceso a su propio territorio, que les hubiese permitido autosustentarse.”
Sin tierra en la región más pobre del país más pobre de Sudamérica, los guaraníes se vieron obligados a someterse a pagos miserables a cambio de jornadas interminables. “Las jornadas laborales son generalmente de más de 12 horas al día, y en muchos casos se les asigna realizar un trabajo específico que debe ser terminado en el día de faena, lo cual normalmente es de imposible cumplimiento. Un hombre guaraní de la comunidad de Itacuatía narraba lo siguiente: ‘Cuando yo era chico, me levantaba para ir a trabajar a las tres de la mañana porque antes era el toque de campana para trabajar a esa hora’... Otros testimonios confirmaban que el pago que recibían era ínfimo y el trato que recibían era degradante”, señala el documento.
Ese régimen lleva indefectiblemente al endeudamiento y al sometimiento. “La situación de endeudamiento se genera mediante el registro que tienen los patrones de sus trabajadores en un cuaderno donde anotan su nombre, las actividades que realizan, los adelantos entregados en especies o el dinero que se entrega en pago al trabajo desarrollado. Este cuaderno es el único documento para realizar los ‘arreglos’ que se efectúan, y en casi todos los casos los trabajadores resultan debiéndole al patrón. Esto genera las obligaciones de trabajar a futuro, situación que puede llegar a ser vitalicia e incluso heredarse de una generación a otra”, explica la comisión.
En esta situación, el castigo corporal y el trabajo infantil son moneda corriente, constató la comisión: “Durante las visitas del 2006 y 2008, la Comisión tomó conocimiento e incluso recibió testimonios relacionados con eventos de maltrato físico de guaraníes mediante ‘huasqueadas’ (latigazos), quema de sus cultivos y muerte de sus animales como castigo por ‘desobediencia’. En palabras de un hombre de Itacuatía, ‘nos tratan con garrotes y chicote... siempre nos sabían chicotear, maltratarnos. Estos actos de violencia siempre han existido’”.
Todo esto iba a revertirse con la llegada al poder del gobierno de Evo Morales. Ese gobierno sancionó en el 2006 una ley de Reforma Agraria por la cual los latifundios esclavistas debían ser confiscados y entregados a los pueblos originarios. Pero cuando los técnicos del Instituto Nacional de Reforma Agraria se presentaron en el Chaco para hacer el saneamiento de las tierras, fueron repelidos a balazos por los hacendados.
Igualmente, el INRA llegó a fallar en dos casos en favor de los guaraníes. La decisión del INRA fue avalada por el Tribunal Agrario creado por la nueva Constitución para dirimir pleitos de propiedad de tierras. Pero los hacendados recurrieron el fallo del Tribunal Agrario ante el Tribunal Constitucional, potestad también incluida en la nueva Constitución. Como el Tribunal Constitucional aún no se ha constituido, las tierras en disputa siguen en poder de los hacendados y las prácticas esclavistas continúan.
El bajo nivel de alfabetización de los guaraníes y las dificultades que tienen para acceder a los servicios de justicia son otro obstáculo que el gobierno aún no ha podido solucionar. En el 2007 Morales firmó un decreto para lanzar un plan con el fin de mejorar la salud, la educación y el acceso a la justicia en el Chaco boliviano, pero se trata de una acción cuyos resultados se podrán apreciar a mediano plazo.
La fiscalía encargada de la región se muestra permeable a la influencia política de los hacendados. Sólo inició una investigación de oficio sobre las prácticas esclavistas después de un duro informe de la CIDH en 2006. Pero en esa investigación el fiscal ingresó a las haciendas acompañado por políticos locales y en su presencia interrogó a las víctimas. Como en esas condiciones intimidatorias nadie se animó a decir esta boca es mía, el fiscal concluyó que todos los hacendados pagaban sueldo y aguinaldo y daban un trato digno a sus empleados. El caso fue archivado.
Según el informe publicado esta semana, las políticas del gobierno de Morales para revertir las prácticas esclavistas en el Chaco tuvieron el efecto indeseado de dividir y debilitar a la comunidad guaraní. Algunos se fueron de las haciendas y formaron comunidades independientes, donde subsisten en condiciones paupérrimas. Otros se quedaron en las haciendas por voluntad propia, otros se fueron a cambio del pago de sus supuestas deudas, otros quisieron irse pero no pudieron, otros fueron echados por querer organizarse.
“Según diversas fuentes, muchos guaraníes han sido expulsados por los hacendados como consecuencia del proceso de saneamiento que se realiza en sus respectivas zonas y como represalia por su participación en la Asamblea del Pueblo Guaraní. La Comisión recibió otros testimonios que indican que la situación de los guaraníes expulsados es muy precaria, debido a que carecen de lugar donde vivir y donde cultivar lo mínimo para garantizar su subsistencia”, dice el informe.
En la presente coyuntura, dada la relación de fuerzas, para expropiar las tierras de los hacendados esclavistas y devolvérselas a los guaraníes, Evo Morales debería mandar al ejército a invadir el Chaco, lo cual equivaldría a incendiar el país.
La alternativa es fijar políticas claras y dejar que las instituciones actúen, aun cuando muchas de esas instituciones están cooptadas, colonizadas, funcionan mal, no existen o figuran sólo en papel. Morales parece haber elegido ese camino, más largo y más incierto, en función del interés nacional.
Mientras tanto, todo está como era entonces para las familias esclavas del Chaco boliviano. O tal vez peor, por la brutal respuesta de los hacendados a las acciones reformistas del gobierno. Y por saberse esclavos aun en tiempos de Evo.