
La Primavera Arabe tocó fondo esta semana cuando una corte en Minya, al sur de El Cairo, condenó a muerte a 529 simpatizantes de los Hermanos Musulmanes en un juicio express que consistió en dos audiencias de poco más de una hora cada una. Los condenados fueron declarados culpables de matar a un policía durante un ataque incendiario a una comisaría en esa ciudad, bastión del islamismo en Egipto, en agosto pasado.
En otras palabras, el velocísimo juez determinó que estos 529 sospechosos se habían confabulado y que cada uno de ellos había cumplido un rol fundamental en el asesinato de una sola persona, el policía. La sentencia despertó la indignación del mundo civilizado. "La imposición masiva de la pena de muerte tras un juicio plagado de irregularidades de procedimiento está en violación del derecho internacional de los derechos humanos," declaró Rupert Colville, portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Navi Pillay.
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El asalto a la comisaría de Minya que disparó la sentencia de muerte masiva, entre otros disturbios, fue en respuesta al desalojo violento por parte de la policía egipcia de una serie de sentadas de los Hermanos Musulmanes. La represión de las sentadas había causado al menos 900 muertos en un mes. Las sentadas se habían organizado para protestar el derrocamiento del presidente Mohamed Morsi en julio del año pasado. Morsi, referente del movimiento islamista Hermanos Musulmanes, había sido arrestado en un golpe militar a un año de haber asumido como el primer presidente egipcio democráticamente elegido. Antes, en la primavera del 2011, había sido derrocado el dictador Hosni Mubarak, también vía golpe militar, después de una serie de manifestaciones masivas en plaza Tahrir.
Como se ha dicho más de una vez desde esta columna, durante el breve lapso en que le tocó gobernar Egipto, los Hermanos Musulmanes y Morsi en particular cometieron muchos errores. Al ser la única fuerza política organizada cuando estalló la revolución ganaron las elecciones y obtuvieron mayorías tanto en el Congreso como en la Asamblea Constituyente. Pero más de medio siglo de proscripciones y persecuciones hicieron que los Hermanos Musulmanes se volvieran intransigentes y fundamentalistas a la hora de agarrar la manija, justo en un momento fundacional donde la negociación con distintos poderes se hacía imprescindible.
En poco tiempo Morsi se enemistó con empresarios, militares, jueces y gobiernos extranjeros, mientras su popularidad caía en picada. Aún así, el presidente quiso imponer sus mayorías legislativas para hacer aprobar una constitución sin el consenso de otras fuerzas políticas y religiosas, constitución que establecía la sharia o ley islámica como ordenadora del sistema jurídico. Pero la Corte Constitucional frenó el intento al emitir sendo fallos que ordenaban disolver el Congreso y la Asamblea Constituyente. Por entonces ambos cuerpos legislativos sólo contaban con representantes del oficialismo, ya que los de la oposición habían renunciado en masa con el argumento de que sus argumentos no eran tenidos en cuenta.
Entonces Morsi emitió un decreto que le otorgaba la suma de los poderes y lo ponía por encima de la ley y de las cortes. El decreto le permitió reabrir la Asamblea, que a su vez le aprobó la constitución islámica sin debate público en menos de una semana. Pero ese mismo decreto de poderes ilimitados convirtió a Morsi en un dictador y desató otra ola de protestas masivas conocida como movimiento Tamarrod. El jefe del ejército, comandante Abdel el-Sisi, se montó en las protestas para voltear a Morsi.
Enseguida empezó la represión. Los Hermanos Musulmanes fueron declarados organización terrorista, sus medios de comunicación clausurados y sus líderes encarcelados. El-Sisi había arrancado con el apoyo público de reconocidos líderes liberales y salafistas, pero a medida que avanzó con la represión fue perdiendo esos apoyos, aunque no su popularidad.
Desde su cargo autodesignado de ministro de Defensa, maneja los hilos de un gobierno liderado por un economista liberal y un diplomático retirado, con petrodólares de Arabia Saudita y Emiratos Arabes y la anuencia de Estados Unidos, que durante toda la revolución nunca cortó su considerable ayuda militar. La mano dura aplicada a los "terroristas" islámicos después de meses de violentas refriegas trae una sensación de paz y tranquilidad a las plazas y las calles del país.
Entonces el-Sisi reescribe la constitución fallida de los Hermanos Musulmanes y la plebiscita. Se trata de una constitución laica que retiene el poder de las fuerzas armadas como en los tiempos de Mubarak. Consigue un 98 por ciento de adhesión y con eso lanza su carrera política. Desde la llegada de Gamal Abdel Nasser al poder en 1956 para reemplazar a la monarquía con nacionalismo revolucionario, Egipto siempre había sido gobernado por un general, con la excepción del año en que gobernó Morsi, y estos últimos meses de los títeres de el-Sisi. El general tiene todo listo para seguir la tradición. Hace tres días anunció su renuncia al ejército para presentarse en las próximas elecciones presidenciales que todavía no tienen fecha."Es la última vez que me pongo el uniforme", anunció por cadena nacional, con gorra y fajina, el ministro de Defensa.
Mientras tanto Morsi está siendo juzgado en cuatro procesos diferentes en el auditorio de una academia policial en un suburbio de El Cairo. Durante las audiencias, aparece en una jaula cubierta por un vidrio a prueba de sonido para que los jueces no tengan que escuchar sus protestas (foto). Los cargos no resisten el menor análisis: el más grave es haberse escapado de la cárcel en los días finales de la dictadura de Mubarak. Pero dada la situación es muy probable que reciba una dura condena. En esa misma academia policial el año pasado Mubarak, que había gobernado Egipto durante 30 años, recibió una sentencia de cadena perpetua por haber ordenado la represión de Tahrir que produjo 800 muertos en el 2011.
Lo cual nos lleva a los 529 condenados a muerte. Nadie cree que serán ejecutados y es muy probable que el sinsentido no vaya más allá de la cámara de apelaciones. Está claro que el-Sisi y sus aliados buscan cargar a los Hermanos Musulmanes con todo tipo de condenas judiciales para poder negociar desde una posición de fuerza su reinserción en la vida política. Porque está claro que Egipto no tiene futuro político si no se incluye a los Hermanos Musulmanes. Pero los liberales del poder judicial que alguna vez fueron los únicos en enfrentar a Mubarak, ahora se han aliado a los militares nacionalistas para perseguir y aplastar al enemigo común: el islamismo más o menos radical de los Hermanos Musulmanes y sus aliados.
Entonces todo parece encaminado para una vuelta al Egipto pre-revolucionario, con un general a punto de hacerse cargo por la vía electoral (Mubarak también ganaba elecciones periódicas), con los Hermanos Musulmanes ilegalizados y desmovilizados (las protestas cada día son más débiles), con la corporación judicial hiperpolitizada y haciendo gala de su poder, con un sistema de partidos que oscila entre débil e inexistente, con una sociedad civil desmoralizada, con un pueblo asustado por la virulencia de la represión policial y judicial, de la cual la condena a muerte masiva de esta semana es un todo un símbolo.
La única diferencia es que el-Sisi sabe que no es un héroe revolucionario y que no ha ganado ninguna guerra. Su poder depende de su popularidad. Si algo aprendió de Mubarak y Morsi, es que a falta de instituciones sólidas, ningún mandatario egipcio, desde la Primavera Arabe en adelante, es indemne a la movilización popular. Entonces necesariamente el-Sisi tendrá que liderar una transición hacia un sistema que haga lugar algún tipo de mecanismo democrático, o caerá víctima de la ira de las masas y de la venganza de los jueces egipcios.
Aunque Egipto parece más pacificado y encaminado que unos meses atrás, la tregua parece endeble. Es preocupante que el futuro del país esté en manos de un personaje como el Sisi, cuya habilidad para reprimir parece ser el principal activo de su incipiente carrera política.