
Si la política es el arte de lo gestual, como se suele decir, Venezuela vivió el jueves una noche bien política. En Miraflores, el palacio de gobierno, dentro de un salón colonial iluminado con sobriedad, bajo tres grandes retratos en óleo del prócer nacional Simón Bolivar enmarcados en filetes dorados, las principales figuras de dos bandos enfrentados, gobierno y oposición, sentados a una mesa con forma de herradura y cubierta por largos manteles rojos, ante una audiencia de millones de televidentes prendidos a la cadena nacional, durante poco más de tres horas intercambiaron culpas por la profunda crisis que desgarra a su país.
No hicieron sólo eso, claro. Tampoco estaban solos. Tres sillas las ocupaban los cancilleres de Ecuador, Brasil y Colombia, en representación de la Unión de Naciones Sudamericanas, organismo que había intervenido activamente en Venezuela a pedido del gobierno a partir de la crisis generada por la represión del 12 de febrero, en el que agentes del servicio de inteligencia venezolano (Sebin) abrieron fuego contra manifestantes en Caracas y desconocidos abrieron fuego contra manifestantes en Carabobo, causando la varias muerte que según dijo el presidente Nicolás Maduro dos días después, no habían sido autorizadas.
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En otra silla estaba el nuncio apostólico, el embajador del Vaticano. Otro representante de un poder extranjero. En realidad las dos partes habían convenido en invitar a otro, al nuncio anterior, Pietro Parolín. Durante los últimos años del gobierno de Chávez Parolín había sabido emparchar las relaciones entre el gobierno del socialismo del siglo XXI y la jerarquía eclesiástica venezolana y acompañar el acercamiento del caudillo bolivariano a los símbolos del cristianismo a medida que avanzaba su enfermedad, ganándose en el proceso el respeto de chavistas y opositores por igual. Parolin es hoy el secretario de Estado del Vaticano, la mano derecha del papa. Un papa sudamericano facilitando el diálogo a través de su vicepapa venezolano. Alta política. Pero tienen que ocuparse nada menos que de manejar y renovar a la Iglesia Católica. Por eso mandaron al nuncio, pero no lo mandaron con las manos vacías.
Antes de empezar el dueño de casa saludó a sus invitados. Maduro recibió a Henrique Capriles, el líder de la oposición, con un apretón de manos, pero lo hizo desviando ligeramente la mirada. Capriles le devolvió el gesto. Después todos se sentaron y Maduro, ocupando el centro de la herradura, pidió que empiece la cadena nacional. A su izquierda, en la curva de la herradura, el joven vicepresidente designado, Jorge Arreaza, el yerno de Chávez. Arreaza sería el responsable de moderar las intervenciones y ceder la palabra y lo haría con sobriedad, pero sin abstenerse de meter su bocadillo de vez en cuando.
A la izquierda de Arreaza, ocho representantes del gobierno, empezando por el influyente presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello. Luego, entre otros, la Primera Dama, el ministro de Energía, el gobernador del estado de Anzoátegui, el alcalde de Carcas y el líder del principal “colectivo social” armado chavista, llamado Tupamaros como homenaje a la guerrilla setentista uruguaya. A la derecha de Maduro, sobre la otra curva de la herradura, el canciller Elías Jaua.
A la derecha de Jaua, diez representantes de la oposición, con Capriles bastante alejado del centro de la mesa, cerca de los representantes extranjeros que ocupaban los extremos. A lado de Jaua el secretario general de la Mesa de Unidad Democrática, el paraguas político que cobija a las distintas expresiones antichavistas. Rodeando a Capriles los jefes de los partidos tradicionales como el Copei, y de los nuevos partidos opositores como Justicia Primero, Un Nuevo Tiempo o Avanzada Progresista, pero no los del ala radical de la oposición como Voluntad Popular, cuyo líder Leopoldo López actualmente se encuentra preso por presunta sedición, y que optaron por no ser parte del encuentro.
El diálogo empezó con una demora de dos horas con respecto a lo programado y duró casi seis, terminando poco después de la una de la madrugada, hora venezolana.
Arrancó Maduro. Serio, sereno, presidencial, saludó por su nombre a los líderes opositores y evitó acusarlos de fascistas, como lo que venía haciendo casi a diario hasta que un comunicado de la Unasur lo llamó a moderar su lenguaje la semana pasada. Después saludó a los representantes de Unasur y el Vaticano y a los miembros de una comisión de paz recientemente nombrada de perioidstas, políticos e intelectuales locales, cuyos miembros estaban presentes en el salón pero, a diferencia de los invitados extranjeros, sin lugar en la mesa. Finalmente saludó a la delegación del gobierno, incluyendo a su esposa, la ex procuradora general Cilia Flores.
Después Arreaza le dio la palabra al nuncio, quien leyó un carta de Francisco, quien llamó a las partes a ejercer el “heroísmo del perdón” para alcanzar un entendimiento en favor del bien común de todos los venezolanos. Después fue el turno de los cancilleres de Unasur y el ecuatoriano Ricardo Patiño, hablando en nombre de ellos, calificó al diálogo como impostergable y expresó el deseo de que se logren acuerdos de corto y largo plazo, entre otras formalidades.
Después retomó la palabra el presidente, quien se despachó con un discurso de más de cuarenta minutos, por lejos el más largo de todo el encuentro. Empezó hablando de la revolución bolivariano y de su líder el comandante Chávez, y de los distintos intentos desestabilizadores que había sufrido a lo largo de su gestión. Nombró muchas veces a Chávez y cómo éste había resistido los intentos estadounidenses de no resignar su “patio trasero”. Dijo que después del triunfo en las elecciones municipales en diciembre pasado pensó que iba a tener un año tranquil pero se equivocó, porque los golpistas quisieron aprovechar la muerte de Chávez para voltear al gobierno. Reconoció que las manifestaciones pidiendo su salida el mes pasado lo habían sorprendido. Aclaró que él no tenía ningún problema con las protestas pacíficas y hasta aseguró que permitiría que la oposición organice protestas pacíficas todos los días hasta el final de su gobierno. Pero insistió con que no podía justificar los piquetes violentos. Sin dirigirse a ningún opositor en particular, mirando fijo a la cámara como en casi todo su discurso, llamó a sus adversarios políticos a denunciar los cortes de ruta con barricadas, las tomas de edificios, la quema de micros y otras formas de protesta violenta. Sin mencionar la principal demanda de los opositores, la liberación de los presos políticos, los invitó a trabajar en comisiones mixtas para tratar distintos temas que no especificó y terminó con un llamado a dejar atrás los agravios del pasado y a aceptar con respeto a las diferencias "El primer llamado es a reconocernos, a respetarnos...Yo como presidente estoy abierto a hablar de todos los problemas, a debatirlos todos''.
Después habló el secretario general de la MUD y después un representante del gobierno,y asi se fueron alternando en el micrófonos con discursos de tono fuerte pero desprovistos de insultos y ataques personales, de entre diez y quince minutos cada uno.
Así pasaron más de tres horas hasta que Arreaza le cedió la palabra a Capriles. El líder opositor habló unos 18 minutos. Dirigió la mayoría de sus palabras a Maduro, a quien nombró reiteradamente por su nombre de pila, “Nicolás”, despojándolo de toda investidura presidencial. De a ratos se dirigió también al nuncio ya a distintos miembros del gobierno. Elogió a Arreaza como alguien con quien se puede discutir, fuerte pero con respeto mutuo y ninguneó a Cabello: “Contigo no hablo. Te conozco. Te conocemos en Miranda.”Arranco pidiéndole al presidente que trate a la oposición con respeto y remarcó que Nicolás aún debe ganarse el respeto de medio país. Dijo que no fue respetuosa la negativa del gobierno de abrir las urnas tras la ajustada victoria de Maduro en las presidenciales del año pasado y de paso le pasó una factura a los representantes de la Unasur. Según recordó Capriles, en una reunión de Unasur en Perú después de las elecciones se había acordado un recuento de votos, pero Unasur no dijo nada cuando el gobierno desconoció lo resuelto por el organismo continental. Capriles dijo que esa falta de legitimidad de origen es la raíz de la crisis política actual. “Tú estás sentado en ese sillón porque manejas las instituciones del país, Nicolás” le enrostró al mandatario. Cerró diciendo que el país va a estallar si el gobierno no cambia. “Por eso yo espero que cambien,” remató.
Antes de cederle la palabra al ministro de energía, Arreaza se permitió aclarar que lo del respeto mutuo con Capriles era relativo, porque según Arreaza Capriles se había extralimitado al dudar públicamente de la versión oficial sobre la muerte de Chávez. “Tu te metiste con mi familia,” le recriminó. Después siguieron un par de intercambios y al final Maduro volvió a tomar la palabra un par de minutos para agradecer a los participantes y cerrar el encuentro.
Hay quienes dicen que fue puro show, una mera concesión de Maduro a Unasur por el apoyo recibido. Que ninguna negociación seria se lleva adelante en vivo por televisión. Pero la crisis venezolana es más que nada política, un país dividido sumido en una espiral de violencia, con una tasa de criminalidad récord y la proliferación de grupos armados informales amparados por gobierno y oposición, dentro de una crisis económica fogoneada por un enfrentamiento entre el gobierno y sectores empresarios, en medio de una movilización masiva de sectores estudiantiles antichavistas.
Encima de eso, un presidente que no puede moverse mucho del programa chavista porque su legitimidad emana de haber sido nombrado por Chávez como su sucesor. Tanto es así que durante la agonía del caudillo ocupó la presidencia que según la constitución bolivariana le correspondía a Cabello, y después por haberla ocupado no debería haber podido ser candidato, pero el Tribunal Supremo de la mayoría automática chavista se lo permitió. Todo eso se agravó cuando, después de la muerte de Chávez, Maduro permitió una devaluación salvaje y casi pierde la elección, dilapidando treinta puntos de ventaja en cuatro semanas. Ese es el problema: Chávez podría dejar de ser Chávez y dar un golpe de timón para salir de la crisis, y hasta formar un gobierno de coalición, tal como sugirió esta semana el ex presidente brasilero Lula. Pero Maduro no puede porque está atado al símbolo del cual emana toda su legitimidad. No puede ser otra cosa que el heredero del comandante, el encargado de profundizar la revolución.
La Unasur y el Vaticano también ponen en juego valioso capital político.
Capriles tampoco tiene tanto margen. Si se desentiende de los reclamos de los estudiantes y el ala radical de la MUD arriesga partir a una oposición que tanto costó alglutinar y organizar. Si no consigue resultados concretos podría quedar como un idiota útil del gobierno. Su única garantía es que Maduro tampoco puede soportar un fracaso.