La delgada línea que separa periodismo de propaganda, propaganda de espionaje y espionaje de terrorismo se estrechó hasta hacerse casi invisible en estos días con la novela de Edward Snowden.
Snowden, de 30 años (foto), es un ex contratista de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense (NSA en inglés). . El 20 de mayo vació su departamento y dejó su trabajo de analista de sistemas en una base que la NSA tiene en Hawai y se trasladó, junto a su novia y todas sus pertenencias, a la ciudad china de Hong Kong. Había conseguido una licencia médica temporaria para tratarse su epilepsia pero no tenía intención de hacerse tratamiento alguno. El pedido de licencia médica era apenas una excusa para evitar sospechas prematuras sobre lo que estaba a punto de hacer. Snowden permaneció en Hong Kong hasta la semana pasada, mientras tres reconocidos periódicos de Asia, América y Europa publicaban impactantes revelaciones basadas en información que él le había provisto a sus respectivos periodistas.
En sucesivas exclusivas con The Washington Post y The Guardian, Snowden reveló con pelos y señales los programas secretos de vigilancia de internet y fibra óptica de los servicios de inteligencia de Estados Unidos y Gran Bretaña. La filtración daba cuenta de una intercepción masiva de datos a través de las principales empresas de telefonía celular, motores de búsqueda en la web y redes sociales. Snowden también reveló a esos diarios que servicios secretos británicos habían interceptado las comunicaciones de los líderes del mundo durante una reunión del G20 que se celebró en Londres en el 2009. Por su parte el South China Morning Post de Hong Kong publicó declaraciones de Snowden diciendo que la NSA había hackeado a empresas de celulares chinas para interceptar sus mensajes de texto y que la agencia estadounidense había espiado las comunicaciones de una universidad china.
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sábado, 29 de junio de 2013
sábado, 22 de junio de 2013
Brasil - Por Santiago O’Donnell
Debe haber un motivo muy profundo para lo que está pasando en Brasil. Nadie sabe. Hablo y en Brasilia, San Pablo y Rio la gente está asustada por que no sabe lo que va a pasar.
Un millón de personas en la calle; violencia, desmanes, saqueos y descontrol. Empezó con el precio de los pasajes de colectivos, carísimos, pésimo servicio, dos viajes horribles de dos horas cada día para ir a trabajar en las grandes ciudades. Protestas en Sao Pablo de un grupo de estudiantes por un aumento de menos de diez centavos de dólar. Convoca un grupo por la gratuidad del transporte público llamado Movimiento Pase Libre, miembro del foro social de Porto Alegre. La protesta crece: mil, cinco mil, diez mil manifestantes porque el aumento irrita, porque hay mal humor. La inflación irrita. La oficial (en Brasil es posta) no pasa del siete por ciento, pero en alimentos es más del doble, llegando al quince por ciento. Hace muchos años que en Brasil no hay tanta inflación y encima le llega a una economía estancada. Encima se juega la Copa de las Confederaciones de futbol, una fiesta nacional, y muchas veces el goce ajeno acentúa las miserias propias.
Hasta hace diez días no pasaba más que eso: estudiantes de izquierda con una buena causa, protestas crecientes estimuladas por un sutil mal humor social. Protestas, cuando no ignoradas, retratadas con cierto desprecio por los grandes diarios y noticieros, como transgresiones de jóvenes revoltosos y a veces violentos que no respetan la ley. Una semana más tarde la calle era otra. El jueves, en el clímax de la protesta, ya no era unos pocos miles de estudiantes politizados de San Pablo y eventualmente Rio, sino un millón de jóvenes mayormente despolitizados de las clases medias de todo el país.
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En el medio pasó de todo. Primero, la brutal represión de las distintas policías, empezando por la de la gobernación de San Pablo, que dejó un saldo de dos muertos y cientos de heridos. También, la incapacidad para negociar y consensuar de los alcaldes y gobernadores que impusieron el aumento del colectivo, y la demora en dar marcha atrás con la medida ante la ola de rechazo. También, en medio de las protestas empezó a jugarse la Copa, con sus lujos, sus extravagancias, su realeza y sus elefantes blancos. Los jugadores, acaso un poco avergonzados por el contraste, se solidarizaron con la protesta y la hicieron crecer. Los grandes medios se dieron vuelta y empezaron a promover las protestas con letras de molde. En un clima a esa altura ya descontrolado, el lunes Dilma fue abucheada hasta por los privilegiados que pudieron pagar casi un salario mínimo por una entrada del partido inaugural.
Cuando llegó la multitudinaria protesta del jueves la calle había cambiado. Ya no estaban los grupos gay, los grupos indigenistas, y los demás movimientos sociales que había acompañado al principio a los estudiantes de Pase Libre. Tradicionales aliados del gobierno, aunque se le acuse a Dilma de no cobijarlos tanto con Lula, uno a uno fueron anunciando en las redes sociales que ya no participarían en la protesta. Su lugar fue ocupado por jóvenes vestidos con los colores de Brasil que protestaban sin ninguna consigna clara contra el gobierno, contra los políticos, que gritaban “el Pueblo despertó” y se largaban a cantar el himno. Jóvenes alienados y desilusionados que denunciaban la corrupción, bandas fascistoides que les pegaban a quienes osaran salir a la calle con remeras rojas, borrachos que rompían botellas en el asfalto y tránsfugas que saqueaban negocios aprovechando la confusión. Nadie parecía demasiado enojado por nada en particular y casi todos querían salir en televisión. Un carnaval sin música, según alguien que estuvo ahí, entre 300,000 cariocas movilizados.
El viernes, después de un día de furia, Pase Libre anunció que ya no convocaría protestas porque no estaba de acuerdo con muchas de las nuevas consignas y porque quería contribuir a la paz social. El clima se apaciguo, aunque la tensión y el miedo persiste, los manifestantes se desmovilizaron, al menos por ahora.
No es fácil descubrir por qué el fastidio estalla en enojo, menos cuando un gobierno tiene un alto nivel apoyo en la opinión pública, en el caso de Dilma, por encima de los dos tercios. Pero si de Brasil se trata, seguro que el fútbol tuvo algo que ver. Quizás tuvo que ver con el absurdo de hacer construir un gran estadio en Brasilia, Para que lo usen en la copa y el mundial en una ciudad sin tradición futbolera, donde el equipo más importante languidece en la primera C. Quizás influyó la gentrificación de las masas que acudían al viejo y querido estadio Maracaná, cita obligada de negros y pobres, de putos y putas, durante décadas de precios populares para la torcida, hoy transformado en un crucero de lujo para la elite blanca que puede pagar los más de cien dólares que cuesta asistir a un match. En la calle, en medio de consignas difusas la gente hacía saber su malestar por los gastos exorbitantes por esta Copa de Confederaciones, que demandó la construcción a nuevo de algún estadio y la remodelación de varios más, más la Copa Mundial del año que viene más las Olimpíadas del 2016. Pero al mismo tiempo están chochos. Van a las marchas y queman sus boletos de la Copa, pero antes usan esos boletos para ir a la cancha y disfrutar del espectáculo. Se quejan por la falta de transparencia en el manejo de los fondos para los megaeventos deportivos, pero no dejan de destacar la actuación del equipo y los goles Neymar. Protestan porque los estadios deben tener “Estándar FIFA” por más que cueste una fortuna. Los aeropuertos deben tener “Estándar FIFA” y los hoteles que alojan a los jugadores también deben tener “Estándar FIFA”. Todo bien, pero semejantes logros abren el apetito para tener una educación “Estándar FIFA” y sobre todo un sistema de transporte público “Estándar FIFA”. Más allá de los matices y las mutaciones, me parece que lo que la gente salió decir, por razones profundas que apenas intuimos, es, simplemente, que el campeón de mundo se merece algo mejor.
Un millón de personas en la calle; violencia, desmanes, saqueos y descontrol. Empezó con el precio de los pasajes de colectivos, carísimos, pésimo servicio, dos viajes horribles de dos horas cada día para ir a trabajar en las grandes ciudades. Protestas en Sao Pablo de un grupo de estudiantes por un aumento de menos de diez centavos de dólar. Convoca un grupo por la gratuidad del transporte público llamado Movimiento Pase Libre, miembro del foro social de Porto Alegre. La protesta crece: mil, cinco mil, diez mil manifestantes porque el aumento irrita, porque hay mal humor. La inflación irrita. La oficial (en Brasil es posta) no pasa del siete por ciento, pero en alimentos es más del doble, llegando al quince por ciento. Hace muchos años que en Brasil no hay tanta inflación y encima le llega a una economía estancada. Encima se juega la Copa de las Confederaciones de futbol, una fiesta nacional, y muchas veces el goce ajeno acentúa las miserias propias.
Hasta hace diez días no pasaba más que eso: estudiantes de izquierda con una buena causa, protestas crecientes estimuladas por un sutil mal humor social. Protestas, cuando no ignoradas, retratadas con cierto desprecio por los grandes diarios y noticieros, como transgresiones de jóvenes revoltosos y a veces violentos que no respetan la ley. Una semana más tarde la calle era otra. El jueves, en el clímax de la protesta, ya no era unos pocos miles de estudiantes politizados de San Pablo y eventualmente Rio, sino un millón de jóvenes mayormente despolitizados de las clases medias de todo el país.
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En el medio pasó de todo. Primero, la brutal represión de las distintas policías, empezando por la de la gobernación de San Pablo, que dejó un saldo de dos muertos y cientos de heridos. También, la incapacidad para negociar y consensuar de los alcaldes y gobernadores que impusieron el aumento del colectivo, y la demora en dar marcha atrás con la medida ante la ola de rechazo. También, en medio de las protestas empezó a jugarse la Copa, con sus lujos, sus extravagancias, su realeza y sus elefantes blancos. Los jugadores, acaso un poco avergonzados por el contraste, se solidarizaron con la protesta y la hicieron crecer. Los grandes medios se dieron vuelta y empezaron a promover las protestas con letras de molde. En un clima a esa altura ya descontrolado, el lunes Dilma fue abucheada hasta por los privilegiados que pudieron pagar casi un salario mínimo por una entrada del partido inaugural.
Cuando llegó la multitudinaria protesta del jueves la calle había cambiado. Ya no estaban los grupos gay, los grupos indigenistas, y los demás movimientos sociales que había acompañado al principio a los estudiantes de Pase Libre. Tradicionales aliados del gobierno, aunque se le acuse a Dilma de no cobijarlos tanto con Lula, uno a uno fueron anunciando en las redes sociales que ya no participarían en la protesta. Su lugar fue ocupado por jóvenes vestidos con los colores de Brasil que protestaban sin ninguna consigna clara contra el gobierno, contra los políticos, que gritaban “el Pueblo despertó” y se largaban a cantar el himno. Jóvenes alienados y desilusionados que denunciaban la corrupción, bandas fascistoides que les pegaban a quienes osaran salir a la calle con remeras rojas, borrachos que rompían botellas en el asfalto y tránsfugas que saqueaban negocios aprovechando la confusión. Nadie parecía demasiado enojado por nada en particular y casi todos querían salir en televisión. Un carnaval sin música, según alguien que estuvo ahí, entre 300,000 cariocas movilizados.
El viernes, después de un día de furia, Pase Libre anunció que ya no convocaría protestas porque no estaba de acuerdo con muchas de las nuevas consignas y porque quería contribuir a la paz social. El clima se apaciguo, aunque la tensión y el miedo persiste, los manifestantes se desmovilizaron, al menos por ahora.
No es fácil descubrir por qué el fastidio estalla en enojo, menos cuando un gobierno tiene un alto nivel apoyo en la opinión pública, en el caso de Dilma, por encima de los dos tercios. Pero si de Brasil se trata, seguro que el fútbol tuvo algo que ver. Quizás tuvo que ver con el absurdo de hacer construir un gran estadio en Brasilia, Para que lo usen en la copa y el mundial en una ciudad sin tradición futbolera, donde el equipo más importante languidece en la primera C. Quizás influyó la gentrificación de las masas que acudían al viejo y querido estadio Maracaná, cita obligada de negros y pobres, de putos y putas, durante décadas de precios populares para la torcida, hoy transformado en un crucero de lujo para la elite blanca que puede pagar los más de cien dólares que cuesta asistir a un match. En la calle, en medio de consignas difusas la gente hacía saber su malestar por los gastos exorbitantes por esta Copa de Confederaciones, que demandó la construcción a nuevo de algún estadio y la remodelación de varios más, más la Copa Mundial del año que viene más las Olimpíadas del 2016. Pero al mismo tiempo están chochos. Van a las marchas y queman sus boletos de la Copa, pero antes usan esos boletos para ir a la cancha y disfrutar del espectáculo. Se quejan por la falta de transparencia en el manejo de los fondos para los megaeventos deportivos, pero no dejan de destacar la actuación del equipo y los goles Neymar. Protestan porque los estadios deben tener “Estándar FIFA” por más que cueste una fortuna. Los aeropuertos deben tener “Estándar FIFA” y los hoteles que alojan a los jugadores también deben tener “Estándar FIFA”. Todo bien, pero semejantes logros abren el apetito para tener una educación “Estándar FIFA” y sobre todo un sistema de transporte público “Estándar FIFA”. Más allá de los matices y las mutaciones, me parece que lo que la gente salió decir, por razones profundas que apenas intuimos, es, simplemente, que el campeón de mundo se merece algo mejor.
sodonnell@pagina12.com.ar
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La reacción desde Washington no tardó en llegar. El secretario de Estado John Kerry dijo que Snowden era un traidor, acto seguido la fiscalía federal lo acusó de espionaje y el 21 de junio •Estados Unidos presentó a China un pedido por su extradición. Pero los chinos no dieron curso al pedido por Snowden y dos días más tarde lo dejaron partir a Moscú, donde quedó varado en la sala de tránsito de aeropuerto moscovita de Sheremetievo. Con el pasaporte revocado y sin documentos válidos, Snowden no tenía dónde ir. Estados Unidos le trasladó a Moscú el pedido de extradición que en vano había presentado ante autoridades chinas, pero otra vez se quedó con las manos vacías. El miércoles pasado fue el mismísimo Putin quien se encargó de comunicar que no veía la razón para entregarle a Estados Unidos a “un defensor de los derechos humanos que dice luchar por la libertad de información”.
A esa altura había entrado en escena Julian Assange, fundador del sitio de megafiltraciones Wikileaks, a quien Putin también definió como un luchador por la libertad de expresión al descartar la extradición de Snowden a Estados Unidos. Assange está refugiado en la embajada de Ecuador en Gran Bretaña desde hace poco más de un año. Lo busca el gobierno sueco por un crimen sexual, pero también pende sobre él una causa por espionaje en una corte federal de Virgina donde aún no ha sido formalmente acusado, pero donde tampoco se detiene la acumulación de datos y testimonios tras la orden del fiscal federal Eric Holder de investigar al fundador de Wikileaks por una megafiltración de un cuarto de millón de cables diplomáticos estadounidenses a partir de noviembre del 2010.
Desde el momento en que Snowden aterrizó Moscú, Assange, que estaba en plena gira virtual para promocionar su último libro, dejó lo que estaba haciendo para convertirse en el único e informal vocero de Snowden. Primero twiteó que el ex espía estaba “bien y seguro” el miércoles. Ese mismo día, en una videoconferencia promocional de su libro Criptopunks (editorial Marea), dijo que Snowden no es un traidor sino un topo que reveló secretos muy importantes, y que el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, se mostraba dispuesto a darle asilo a Snowden. Al día siguiente, el sitio Wikileaks anunció que esa organización había conseguido un abogado estadounidense para representar a Snowden después de que el abogado de Assange, Baltazar Garzón declarase que él no se haría cargo de la defensa del ex agente varado en Moscú.
La relación entre Snowden y Assange no es casual. Las primicias documentadas por Snowden sobre los programas de vigilancia masiva de Estados Unidos y Gran Bretaña confirman casi al dedillo las denuncias que Assange hace en Criptopunks, el libro que esta semana salió a la venta en la Argentina. “Con el control de la fibra óptica, por donde pasan los gigantes flujos de datos que conectan a la civilización mundial, ocurre lo mismo que con los oleoductos. Este es el nuevo juego: controlar la comunicación de miles de millones de personas y organizaciones,” escribe Assange. “Mientras tanto Estados Unidos está acelerando la próxima gran carrera armamentista. Los descubrimientos de los virus Stuxnet, Duqu y Frame, anuncian una nueva era de programas altamente complejos con finalidad destructiva concebidos por Estados poderosos para atacar a Estados más débiles. La criptografía no solo puede proteger las libertades de los individuos, sino la soberanía y la independencia de los países enteros, la solidaridad entre grupos con una causa común, y el proyecto de una emancipación global. Puede ser usada no solo para luchar contra la tiranía del Estado sobre el individuo, sino contra la tiranía del imperio sobre la colonia.”
Además de exponer secretos incómodos de corporaciones poderosas, Assange y Snowden comparten el haber mostrado el cinismo de los grandes medios. Dos años atrás Assange sufrió la publicación de un perfil devastador que lo pintaba como un caprichoso paranoico en The New York Times, justo el diario que más se había beneficiado con los archivos de Wikileaks, y justo cuando el diario había terminado de publicar la megafiltración y buscaba recomponer relaciones con sus fuentes en el gobierno estadounidense. Algo perecido le sucedió a Snowden esta semana con The Washington Post, diario que después de publicar en exclusiva la información de Snowden, lo defenestró en un editorial, donde hasta se critica la posibilidad de que Ecuador le dé asilo. "¿Se dan cuenta del poder de la prensa internacional? Han logrado centrar la atención en Snowden y en los 'malvados' países que lo 'apoyan', haciéndonos olvidar las terribles cosas que denunció contra el pueblo norteamericano y el mundo entero. 'El orden mundial no sólo es injusto, es inmoral'", twiteó el miércoles el presidente ecuatoriano Rafael Correa.
Pero así como las revelaciones de Snowden comprobaron las denuncias de Assange, también sirvieron para desnudar las contradicciones que amenazan con destruir la credibilidad del fundador de Wikileaks
La primera contradicción es entre Assange el periodista y Assange el activista criptopunk. Por razones legales y culturales, Assange insiste en ser reconocido como periodista bajo la protección de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Esa enmienda garantiza la libertad de expresión y las leyes estadounidenses que derivan de ella a su vez garantizan, por ejemplo, la protección del anonimato de las fuentes periodísticas. En este momento el soldado Bradley Manning, presunta fuente de la megafiltración de los cables diplomáticos de Wikileaks, está juzgado por traición a la patria en un tribunal militar de Estados Unidos. “En mi trabajo como periodista he luchado contra guerras y para que los grupos poderosos rindieran cuantas ante el pueblo,” escribió en Cripotopunks.
Pero en ese mismo libro, como su título indica Assange se pone el de anarquista revolucionario. Muy lejos de la función periodística, Assange nos informa que su misión es transformar el sistema. O, si no puede cambiar el sistema, propiciar su autodestrucción: “Es hora de tomar las armas de nuestro nuevo mundo, de luchar por nosotros y por nuestros seres queridos. Nuestro deber es resguardar la autodeterminación donde podamos, contener la inminente distopía donde no podemos, y, si todo el resto fracasa, acelerar su autodestrucción,” escribió.
La segunda contradicción tiene que ver con que Assange reconoce que los programas de megavigilancia se implementaron en Estados Unidos y Gran Bretaña con el objetivo declarado de combatir el terrorismo globalizado. Sin embargo en todo su libro Assange ni siquiera menciona la palabra “Al Qaida.”
Assange reconoce que al terrorismo hay que combatirlo con las herramientas más modernas de la tecnología, pero no se le ocurre ninguna alternativa eficaz a la intercepción masiva de teléfonos y computadoras, ni justifica porqué una agencia de seguridad no habría de echar mano a semejante herramienta para capturar a un criminal peligroso. Apenas deja entrever que estos sistemas de vigilancia podrían ser más transparentes y deberían funcionar bajo estricto control judicial. Pero resulta casi un sinsentido reclamarle a un país que espíe con más transparencia.
Lo cual lleva a una tercera contradicción, acaso la más peligrosa. Mientras Assange y sus vigilantes arrojan sus dardos filosos contra Estados Unidos, Gran Bretaña y Occidente en general, el daño que causan las filtraciones de Wikileaks es capitalizado por regímenes que no se destacan precisamente por su tolerancia a la libertad de expresión como China, Rusia, Ecuador, Venezuela y Cuba. En esos países, oh casualidad, la prensa oficialista e hípercontrolada celebra a diario las andanzas de Assange y sus informantes secretos mostrando las grietas y el lado oscuro del imperio estadounidense.
En Criptopunks Assange intenta zafar de esta contradicción aclarando que “este libro...no se detiene en las cuestiones geopolíticas de fondo.” En la videoconferencia del jueves pasado con tres periodistas del portal Infobae, Assange explicó que su lucha principal es contra los sistemas de vigilancia estadounidenses porque son, de lejos, los más extendidos y eficientes, dando a entender que los rusos y los chinos son apenas unos pobres imitadores del Gran Hermano yanqui. El problema con esta explicación es que no toma en cuenta para qué se usan los datos recogidos por los programas de vigilancia masiva. En el libro de Assange, el hacker alemán Andy Muller-Maghun reconoce, aunque a regañadientes, que en este aspecto hay una diferencia entre Europa y Estados Unidos, por un lado, y China y Arabia Saudita, por el otro: “Diría que no hay mucha diferencia entre Europa y los otros países. Bueno, hay países con un marco democrático, lo que significa que puedes leer, comprender y tal vez incluso resistirte legalmente a la infraestructura de censura, lo que no significa que no exista, mientras que te resultará muy difícil hacer eso mismo en países como Arabia Saudita o China.”
Cuando Assange habla en su libro de la censura y la persecución de activistas en China, lo hace de manera ambigua. “En Occidente, cuando hablamos de China y de su gran firewall (bloqueo informático), lo hacemos en términos de censura: qué es lo que se impide que los ciudadanos lean, qué dicen sobre el gobierno chino en Occidente, qué dicen los chinos disidentes, qué dice la disciplina Falung gong, qué dice la BBC y, qué dice la verdadera propaganda sobre China. Pero a los chinos con los que he hablado no parece preocuparles la censura. Su preocupación radica en que para que haya censura en internet debe haber vigilancia. Para poder verificar lo que una persona está viendo en internet, para determinar si está permitido o no —en tanto Estado de control—debes estar viéndolo, y por lo tanto si lo estás viendo puedes registrarlo todo. Y esto ha tenido un tremendo efecto intimidatorio sobre la población china—no por sufrir la censura sino porque todo lo que leen está siendo vigilado y registrado—. De hecho, eso nos ocurre a todos,” escribió.
O sea, Assange se presenta como un abanderado de la libertad de expresión, pero sus principales filtraciones son funcionales y benefician a los regímenes más cerrados y menos tolerantes del planeta.
Y, volviendo al principio de esta historia, lo que diferencia al periodismo de la propaganda es el equilibrio. Esto es, el periodismo intenta reflejar los distintos intereses y puntos de vista que forman parte de una historia, mientras que la propaganda presenta a la realidad de manera panfletaria, unidimensional. Lo que diferencia la propaganda del espionaje es que hacer propaganda es una actividad legal, mientras que espiar o robar secretos de Estado es uno de los crímenes más duramente castigados por casi todos los países del mundo. Lo que diferencia el espionaje del terrorismo es que robar secretos puede ser bueno o malo, según el caso, mientras que el terrorismo asesina vidas inocentes y eso siempre es malo.
Para ser creíble ante una audiencia mundial, para seguir siendo relevante, Assange y Wikileaks deben encontrar el equilibrio perdido tras la megafiltración del Cablegate. Conseguir data que ponga en evidencia las violaciones flagrantes a la libertad de expresión, reunión y circulación que a diario cometen los países que hoy resultan ser sus aliados tácticos. Megafiltraciones que comprometan no sólo a Estados Unidos, sino también a China, Rusia, Cuba o Irán.
Sólo entonces podrá decirse, con algún grado de certeza, que Assange y los criptopunks buscan un mundo más justo y por eso hicieron una revolución.