El 2010 fue el año de Cablegate, hasta entonces la mayor filtración de material secreto en la historia, lo cual daría inicio a la era de la transparencia en la que vivimos hoy, un mundo en el que ningún secreto es seguro y hasta nuestros momentos más íntimos empiezan a integrar una esfera pública que en gran parte se ha mudado de las plazas y las tribunas a las pantallas del mundo virtual.
El 28 de noviembre de ese año, WikiLeaks, el sitio de filtraciones fundado por el ex hacker australiano Julian Assange, empezó a publicar 251.287 documentos secretos del Departamento de Estado de Estados Unidos a través de y en sociedad con cinco grandes medios de Occidente: The Guardian (Gran Bretaña), The New York Times (Estados Unidos), Der Spiegel (Alemania), Le Monde (Francia) y El País (España). Los cables provenían en su gran mayoría de las embajadas estadounidenses en todo el mundo y afectaron a muchísimos países, tanto en su relación bilateral con el gobierno norteamericano como en su política interna.
Quizás el mayor impacto se dio en Túnez, un pequeño país del norte de Africa que se vio convulsionado por las revelaciones acerca de las prácticas corruptas del entonces dictador Ben Alí, descriptas en gran detalle por despachos desde la embajada de El Cairo. Las noticias desataron una ola de protestas que culminaron con el derrocamiento del dictador y así empezó la llamada “primavera árabe”, un reguero de manifestaciones prodemocracia y anticorrupción que se extendieron por todo el subcontinente e incluyeron un cambio de gobierno en Egipto, pero que a la larga o a la corta terminaron en prácticamente nada, salvo en Túnez, donde un régimen abierto y de elecciones competitivas logró tomar el poder y sobrevivir la contraola restauradora de los diferentes califatos.
En Latinoamérica las revelaciones no fueron tan sorprendentes. Sin embargo los embajadores estadounidenses debieron renunciar en Ecuador y México y tanto allí como en el resto de la región quedaron expuestas distintas operaciones de lobby e inteligencia lanzadas desde las embajadas, rutinarias y no tanto, así como una larga lista de políticos, empresarios y diversos agentes estatales y de la sociedad civil que acudían a la sede diplomática en busca de distintas intervenciones en asuntos domésticos, invocando algún interés común.
Entre otras lecciones, Cablegate recordó al mundo lo borrosa y delgada que es la línea que separa al espionaje de la diplomacia. Tanto como la que separa, o no, a la guerra de la política, como nos recuerda Von Clausewitz. O la que separa, o no, al periodismo del terrorismo, como nos recuerda Assange.
El director de WikiLeaks, exiliado en la embajada de Ecuador en Londres, hoy es buscado en Estados Unidos por presuntas violaciones al Espionaje Act o Ley de Espionaje por la cual su fuente para los documentos de Cablegate, la soldado Chelsea Manning, fuera condenada en 2013 a 35 años de prisión. El vice de Obama Joe Biden llamó a Assange “terrorista de alta tecnología” y no son pocos los legisladores de ese país lo que han proclamado que Assange debe ser juzgado y condenado a morir.
Cablegate inspiró tres años más tarde la siguiente megafiltración, la del ex espía estadounidense Edward Snowden a The Guardian. Millones de documentos que mostraban cómo la Agencia de Nacional de Seguridad norteamericana interceptaba información telefónica y de Internet en forma masiva para espiar a sus aliados y a sus propios ciudadanos. El año pasado llegaron los Panama Papers, 2,6 terabytes de información sobre un estudio de abogados panameño dedicado a crear empresas fantasma en paraísos fiscales. Entre una y otra megafiltración decenas de grandes filtraciones explotaron en distintas partes del mundo, cada vez más, cada vez con más alcance global, como los VatiLeaks, los FIFALeaks o lo mails de Hillary Clinton y ahora los Macronleaks.
Acaso presintiendo el cambio de época, esta verdadera revolución en la comunicación pública y privada (otro límite cada vez más borroso), es que en su último día de gobierno Obama conmutó la pena de Chelsea Manning, quien hace pocos días recuperó su libertad.
Así entramos en los albores de lo que más pronto que tarde será reconocida como la era de la transparencia. Un tiempo sin privacidad donde todo será conocido, pero no todos podrán conocerlo. Un tiempo donde de las batallas por el control de los datos habrán de sumarse, o incluso superar, a las batallas por el control de los recursos naturales. Un tiempo donde la guerra por otros medios no será la política representativa, sino la administración de la metainformación acerca de un determinado grupo. Un tiempo donde el fantasma de 1984 acechará al ideal democrático en cualquiera de sus vertientes.
Publicado en Pagina/12 el 26 de Mayo de 2017.